La dimensión ontológica de la dignidad humana. La persona como ser del hombre. La dignidad como algo dado a todos gratuitamente: la concepción cristiana

La dignidad acompaña inseparablemente a todo ser humano en cuento todo ser humano es persona: la persona es la unidad de los estados de vida humana en cuanto permite su referencia a la humanidad común. En este sentido sigue siendo válida la definición de Boecio, “sustancia individual de naturaleza racional”, según Agazzi, (Bioética e persona, p. 140ss). La persona no es algo que se tiene más o menos, sino que se es o no. Es un atributo de todos los seres humanos, adultos o niños, conscientes o inconscientes. La persona es una constitución esencial, no una cualidad, y mucho menos un atributo que se adquiera poco a poco. Según Marcel, la autonomía pertenece al tener y no al ser, y por tanto no es universal (Etre et avoir, pp. 215-217). El error de Kant, según Marcel,  radicaría en haber reducido la libertad a asumir la responsabilidad de sí mismo, la gestión de los propios asuntos, y en el olvido de que la libertad se trasciende en el amor.
El progreso de la civilización y del derecho ha consistido en ir reconociendo que la privación de determinadas propiedades no impedía considerar a los seres humanos como personas; en evitar sucesivamente las discriminaciones: esclavos, trabajadores por cuenta ajena, mujeres, pobres. El progreso hoy consiste en considerar como personas también a los todavía no conscientes. Así, Lombardi subraya el carácter personal tanto del embrión, “persona en acto”, ya que posee todo el patrimonio genético (p.60), como del disminuido mental, individuo con los rasgos de la especie.
Todo ser humano  -también los embriones, y quienes están llegando al término de sus vidas- debe ser tratado como un fin, no debe estar subordinado a causa  alguna, ha de ser tratado como único e irrepetible e irremplazable. Por eso,  no se puede tratar a una persona como un enfermo más, casi como un número de los que pasan a engrosar el género de quienes padecen del corazón, del riñón, etc. Tal dignidad, como recuerda Melendo siguiendo a Kierkegaard (en Polaino, 1993, pp. 64s) procede de que sólo el ser humano individual ha sido creado a imagen de Dios.
Todo ser humano debe ser reconocido como persona y por tanto como sujeto, y ello no puede acontecer fuera de la estructura familiar (D’Agostino). Por ello deben verse como ilícitas todas las técnicas que por principio impidan al individuo alcanzar su identidad, como sería el caso de la ectogénesis, fecundación in vitro en útero artificial, al convertir al ser humano en un factum, no genitum.
La dignidad humana hace referencia conjunta al ser humano en su integridad, como subjetividad encarnada, como cuerpo personal, como homo patiens (Frankl, Dal Pozo). El cuerpo no es algo que tengo, sino algo que soy (Marcel, Prini). Lo que no debe ser tratado como medio, es esa totalidad integrada, en la que se da el deseo, el sufrimiento y la esperanza. “El cuerpo no es una cosa. El individuo no posee su cuerpo como un bien alienable, dedible, divisible y susceptible de devenir objeto de transacciones comerciales (esperma, óvulos, órganos)”.
En medicina la importancia del sujeto es algo en lo que se ha insistido desde fines del siglo pasado al ponerse de relieve la influencia del quién en la determinación de las enfermedades, y sobre la cual ha insistido el representante de la medicina antropológica, Viktor Von Weizsacker, proponiendo que no hay propiamente enfermedades sino enfermos, ya que “la enfermedad no es el desperfecto de una máquina, sino una posibilidad de la persona de llegar a ser él mismo”  (Laín, p.636ss).
La dignidad humana procede de ser imago Dei,  (Ballesteros, 1994). Si fuéramos meros animales, seríamos el cáncer del planeta, estaríamos de más, sobraríamos en gran número. El fundamento de la dignidad es el Ser, el origen radical de todo. La dignidad humana va unida a su capacidad de relativizarse, de vencer la tentación de verse como el centro del mundo, y verse desde fuera, entenderse como excéntrico, ver a los otros como seres dotados de la misma dignidad (Plessner). La capacidad de relativización de sus deseos e intereses le convierte en fin en sí mismo, deja de ser un puro ser natural y se convierte en ser moral.
Debe darse la prioridad de la vida y de la salud sobre la libertad: la salud debe ser defendida siempre, de acuerdo con el compromiso del juramento hipocrático. La salud es un fin natural, al consistir en el restablecimiento de las condiciones naturales del ser humano, y por ello en cierta medida es un bien disponible (Viola, 1994, p.225). Ello va unido a la distinción entre necesidades cuya satisfacción hace posible la vida digna y simples deseos, cuya satisfacción puede tal vez imposibilitar las condiciones de vida de los otros. La libertad aparece como interdependencia y solidaridad con los otros, con la naturaleza, con la Trascendencia, no como abstracta y vacía independencia. Todo ello conduce a la exigencia de humanización de la actividad médica en general, y hospitalaria en particular, del ser humano; especialmente cuando enferma es un ser menesteroso e indigente que requiere del cuidado ajeno. El reconocimiento debido a todo ser humano debería potenciar la capacidad de cuidar a los otros, más que la lucha por la propia afirmación.

 

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